Por Alejandra Moreno
Ciudad de México, Febrero de 2025 – “En un momento dado, si tengo dinero de donativos y no tenemos carne, paso a la tienda en la mañana para comprarla y hacer la comida para la gente”, dice Don Juan, director del Albergue Guadalupano de la Colonia Roma en la Ciudad de México, quien asume con naturalidad que, además de su puesto estrictamente directivo, en él recae la responsabilidad de cuidar a más de 40 personas, todas ellas beneficiarias del sitio.
Con sorpresa pregunto si alguna otra persona, además de él, ayuda en la labor de la que el albergue se ocupa. Me dice que no, que él es quien dirige tanto temas administrativos como operativos, de gestión, además de ser el “papá” de todos; es decir, el que cuida, protege y regaña a las personas que viven bajo aquel techo.
El Albergue Guadalupano, que ahora dirige Don Juan, pero que ha visto infinidad de personas a cargo desde su fundación, desde hace casi 35 años, se encarga de ofrecer asilo y comida a pacientes pediátricos de la Ciudad de México, así como a sus familiares.
Los “invisibles” en el sistema de salud en México
Si bien en México existe un sistema de salud pública que a través de instituciones públicas tanto federales como estatales se encargan de la cobertura de procedimientos clínicos, consultas, cirugías, entre otras, es también una realidad conocida que el ingreso a este servicio público enfrenta retos de accesibilidad para los derechohabientes, quienes una vez iniciando sus tratamientos, deben enfrentar largas horas de espera, así como largos espacios entre consultas debido a la saturación en el servicio de salud pública en México.
Y además, en medio de estas dificultades, existe una problemática menos visible pero igual de crucial: el bienestar de quienes acompañan a los pacientes. ¿Qué sucede con las familias que deben trasladarse desde localidades alejadas para acceder a tratamientos prolongados? Muchos de ellos enfrentan semanas o meses fuera de sus hogares, sin opciones claras para hospedarse o alimentarse.
Los hospitales, ya sobrecargados, no tienen la capacidad de atender estas necesidades “secundarias” de los familiares. Sin embargo, como subraya Naciones Unidas al concebir el derecho a la salud, este no se limita a la atención médica. Incluye un entorno que promueva el bienestar integral: agua potable, alimentación adecuada y condiciones dignas para vivir.
Un oasis en el inmenso desierto urbano
En este contexto, los albergues para familiares de pacientes surgen como un refugio necesario, ofreciendo apoyo a quienes también necesitan cuidado mientras cuidan.
Al ofrecer asilo y apoyo también a los pacientes durante el tiempo que dure el tratamiento, los albergues se convierten en un pilar angular en el derecho a la salud; sin ellos, muchos de estos tratamientos no serían posibles. En México, aunque existen albergues administrados por el Gobierno, éstos suelen ser más estrictos: son solamente nocturnos, y únicamente se permite un familiar por paciente.
El Albergue Guadalupano, en cambio, teje una red de apoyo más grande, pero también más compleja: Todos los familiares son admitidos, y tanto ellos como los pacientes pueden permanecer también en el día, y durante el tiempo que lo necesiten. Al preguntarle qué actividades realizaban los familiares y pacientes durante el día en el Albergue, con una risa amable responde “descansar, es lo que necesitan”.
Ofrecer descanso, seguridad, empatía y alimentos a aquellos quienes además de la carga de tener un familiar enfermo deben lidiar con un cansancio acumulado durante meses o años, es una labor por demás admirable.
A costa de interminables y a veces mal remuneradas horas de trabajo tanto físico como mental y emocional, Don Juan se asegura de que el sueño de las familias no se vea más perturbado de lo que las enfermedades ya lo tienen. El Albergue es como un oasis en medio de un desierto de incertidumbre y preocupación por el futuro.
Don Juan nos comenta que hay pacientes que han estado ahí durante años, y algunos otros, desafortunadamente, no ven cercana la hora de volver a casa.
“Tenemos un paciente que acaba de recibir un diagnóstico muy difícil; tendrá que pasar un año internado y en cama en el Hospital Infantil, y estamos buscando la manera de conseguir algunos libros o cosas con las que pueda entretenerse, y por supuesto, encargarnos de la familia.”
Y es aquí donde el diferenciador del Albergue Guadalupano se hace presente: No cuidan pacientes, no cuidan familiares, ni cuidan números. Cuidan personas.
Y estas personas, en la mayoría de los casos, se vuelven familia, al encontrar, en una metrópoli hostil y superpoblada como es la Ciudad de México, una mano amiga, que ofrece un apoyo incondicional y humano, sin importar si son 2 meses, o 10 años.
A veces, Don Juan también sufre de frustración y desesperación, y nos cuenta que, como en toda familia, existen discusiones, dramas y peleas, pero sin duda también un cariño y cuidado que muchas veces brilla por su ausencia en la frialdad institucional de los albergues públicos.
Seguir cuidando: Historias y retos a futuro
El cuidado de las personas va más allá de lo técnico; para Don Juan, y el Albergue, el bienestar de los pacientes y las familias se vuelve un asunto de comunidad, en donde todos, incluyendo los demás beneficiarios, intervienen.
Historias de éxito también abundan en el Albergue; como Alondra, quien después de varios meses de estancia venció el cáncer. O una paciente de Michoacán que, ya habiendo remitido la enfermedad, recurre al Albergue cuando viaja a la Ciudad de México a hacerse revisiones periódicas.
El Albergue Guadalupano, al no ser donataria autorizada, no puede recibir donativos en dinero. Sin embargo, los donativos en especie, o voluntariado en el sitio, son siempre necesarios: medicamentos (pediátricos y especializados), voluntariado psicológico, comida o dinero son bienvenidos.
El Albergue, sin aquellos que empatizan con la causa, no solo no podría apoyar a las niñas, niños, y sus familiares, sino que podría incluso dejar de existir.